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lunes, 16 de enero de 2017

LOS NEGROS, LOS POETAS Y LOS HOMBRES
 
 
Decía Lorca en su obra cumbre que los negros bailaban confundidos entre paraguas y soles de oro. Yo me cruzo a veces con el africano que mata las horas sentado en un escalón donde la calle Ave María se junta con la plaza de Lavapiés. En su monólogo pide hambre y cigarros y yo le tiendo lo que sé, lo que tengo. Mi hambre también se la regalo a su hablar sordo a un dios que es una especie de bala dormida dentro de su cráneo. Le digo que, en muchas ocasiones, me enamoro de las sombras y que él es una de ellas. Abajo de la ausencia de luz que la sombra procura una flor brota. Es la flor callada que recojo cada día cuando, en la comodidad de la casa de mamá, tecleo observando la pantalla de mi Pc. El sol del mediodía traía una mesa en la que trazar sombras chinas. El hombre negro desaparece en su gorra de lana. Dentro vive la senectud de un dios suicida, la candente radio de una ciudad malentendida y su política de palo en una boca recién empastada de cocodrilo.

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Yo en mi niñez abarcaba la duda, más o menos existencial, de que Jesús, un hombre bueno, vivía en cada mendigo. Le decía a mamá que me diese dinero para dárselo a Jesús, porque Jesús quería mucho a los niños y a los abuelos. En mi moneda de veinticinco pesetas vivía mi prematura vejez de pez pidiendo auxilio en una red sujeta por la mano marinera de otro pez. Los mediodías eran estancias jugando al fútbol bajo el sol del verano. Era siempre verano en la niñez y los hijos de la generación del pan de molde legábamos nuestro sudor a los protagonistas mayores del cromo, a la legítima voz que nos decía que para mañana había que ser alguien. El resto era un regalo. Bajo la caja de cartón Prince era lo más y, con el tiempo, algunas compañeras se ofrecerían a echarnos mano de la pililonga a cambio de unas golosinas. Fui tímido en mi pililonga. Huí. Caí bajo el costado de una especie de leyes a las que obedecían pájaros extintos, por no hablar de una familia que ya no existe. El arco iris era un entierro multitudinario. Pero su ilusión óptica era viable para la vida. Como las flores que, dicen, crecen en los desiertos. La poesía, se sabe, es un arma cargada de balas de fogueo. Por cada charco doscientos poetas nuevos, que hablan de lo invisible o de lo visible, beben del esmerado lomo, con algo de psicotrópico, de los sapos casi viejos, como yo, que soy nada y un tupper y alguien que escucha el agotado canto de sirena reversible, propagado en un idioma que desconozco, de un hombre al que doy cigarros y nunca sabe si soy el mismo que le tendió uno hace cinco minutos u otra persona la mar de amable, quizás, que vuelve a tropezar en el delirio de una nube preñada de otra. En ese espacio donde realidad y ficción fabrican una tormenta que pudiera llamarse Ser humano.

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Decía Lorca en su obra cumbre que la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y que hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos. Decía el poeta querer su amor humano en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera. La profecía, que hoy vive en mi manera de tender un cigarro a un loco, se cumple a las cuatro de la tarde, hora en la que degusto un bocadillo de azúcar con grumos de mayonesa y jamón de york. Hoy la vida vuelve a tener sentido, quizá. Hoy eso del vivir vuelve a perderse en un fondo que no alcanza la perplejidad de una forma en la que la forma se busca incansablemente hacia sí misma (desde sí misma).

Ilustración de Enrique Porta 

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